Durante mucho tiempo viví con la sensación de que había algo en mi cuerpo que no estaba en equilibrio. No se trataba sólo de una molestia física, sino de un peso silencioso que afectaba mi confianza y mi manera de relacionarme con lo cotidiano. Encontrar una clínica especialista en fisioterapia del suelo pélvico en Pontevedra fue el inicio de un viaje distinto: un camino hacia mí misma, hacia ese lugar interior donde reside la fuerza que creía perdida.
Lo que descubrí en cada sesión no fueron únicamente técnicas médicas o ejercicios dirigidos, sino un espacio de escucha y comprensión. La fisioterapia del suelo pélvico me mostró que los problemas que muchas veces preferimos callar no son una rareza, ni una vergüenza, sino experiencias compartidas por más personas de lo que imaginamos. Esa discreción con la que se trabaja es, en realidad, una invitación a romper barreras internas y confiar en que el cuerpo puede recuperar su equilibrio si se le ofrece la atención adecuada.
Aprendí que el suelo pélvico sostiene mucho más que nuestros órganos: guarda emociones, tensiones, huellas de momentos vitales. Un embarazo, una cirugía, el simple paso de los años o incluso el estrés acumulado dejan su marca, y en ese territorio delicado se concentran consecuencias que afectan desde la postura hasta la seguridad al realizar movimientos básicos. Comprenderlo cambió mi manera de percibir el cuerpo; ya no lo vi como un conjunto de piezas desconectadas, sino como un organismo en el que todo dialoga con todo.
El tratamiento me permitió reconocer que la fortaleza no se mide en lo visible. Cada pequeño avance, cada sensación recuperada, era como reconstruir un lenguaje olvidado. Había días en que el progreso se manifestaba en la libertad de reír sin miedo, en la tranquilidad de salir a caminar sin pensar en limitaciones o en la posibilidad de retomar actividades que había abandonado por precaución. La fisioterapia se convirtió en una forma de reconciliación conmigo misma.
Lo más valioso fue sentirme acompañada por profesionales que no solo aplicaban técnicas, sino que comprendían la carga emocional detrás de cada síntoma. El trato humano fue tan terapéutico como los ejercicios en sí, porque me permitió abrirme sin temor a ser juzgada. Esa confianza es fundamental: cuando hablamos de salud íntima, el cuidado no puede separarse del respeto y la empatía.
Hoy sé que redescubrir el centro de mi fuerza no es un eslogan vacío, sino la vivencia concreta de haber recuperado una parte de mí que estaba silenciada. No se trata solo de bienestar físico, sino de la certeza de que el cuerpo responde cuando se le da el espacio, la paciencia y la atención que merece. Ese proceso me recordó que la fuerza verdadera no siempre se ve, pero transforma de manera radical la forma en que habitamos nuestra vida.