Más que un valor refugio, el oro es un refugio de significados más o menos latentes. Su vínculo con la perfección y la divinidad en el mundo cristiano, por ejemplo, pasa desapercibido a la mayoría de consumidores que lucen anillos, collares o pendientes oro, uno de los metales más codiciados.
El oro se utilizó por primera vez en joyería hace cinco mil años. Con el paso de los siglos, el metal áureo ha absorbido parte de las creencias y símbolos de civilizaciones tan influyentes como la egipcia. Para los antiguos pueblos del valle del Nilo, el oro era una manifestación física del dios Ra, y también un elemento indispensable en el ajuar funerario para proteger al fallecido en la otra vida.
Curiosamente, los aztecas y otros pueblos precolombinos relacionaban el oro con el disco solar y lo divinizaban en cierto modo. Sus gobernantes se adornaban con este metal noble para identificarse con los dioses.
Existe asimismo una fuerza conexión entre el oro y la inmortalidad. En la Edad Media, los alquimistas veían este metal como una fuente de virtudes, y su búsqueda incansable de la piedra filosofal pretendía no sólo convertir cualquier cosa en oro, sino también interrumpir el envejecimiento.
En busca de una longevidad antinatural, los taoístas no sólo veneraban el oro, sino que persiguieron por todos los medios la forma de ingerirlo para alcanzar la eternidad. Hoy el oro comestible es una realidad, pero más allá de glamour e insipidez, carece de efectos benéficos sobre la salud humana.
En regalos y ofrecimientos, el oro contiene un mensaje de compromiso. De ahí que las alianzas y anillos de oro sean protagonistas en el noviazgo y en el matrimonio. Por todo lo anterior, sería incorrecto reducir el valor de este metal a una cifra, pues representa mucho más para el ser humano.