Formación en rescate que marca la diferencia en tu carrera

Al Golpito

Quien crea que trabajar en altura es cuestión de vértigo y valentía, se equivoca por varios pisos. La realidad, como confirman instructores y veteranos del sector, es que la técnica, el criterio y la coordinación pesan más que cualquier gesto heroico. Por eso, quien se apunta a un curso rescate en altura A Coruña no busca adrenalina; busca procedimientos sólidos, reflejos entrenados y una maleta de decisiones correctas que se abren con la precisión de un mosquetón bien colocado. Y sí, también busca dormir más tranquilo sabiendo que, si un día toca intervenir en una torre eólica o en el tejado de una nave industrial, los pasos brotarán automáticos y el nervio quedará en segundo plano.

En aulas y estructuras de entrenamiento con anclajes certificados, la teoría baja a tierra sin perder altura. Los instructores desgranan normativas que pueden sonar a sopa de letras (UNE-EN, EPI, IRATA, ANETVA), pero lo hacen con ejemplos que cualquiera entiende: un casco desajustado es un problema, una línea de vida mal tensada es una invitación al susto y un sistema de polipasto improvisado es la receta del caos. No se trata de aprender a “bajar a alguien con cuerdas”, sino de construir un idioma común entre bomberos, equipos de mantenimiento, técnicos de telecomunicaciones y personal de obra. Ese idioma se conjuga con protocolos de 112 Galicia, comunicación por radio clara y un criterio compartido para que, en el momento crítico, cada gesto tenga sentido.

Los ejercicios prácticos, el corazón del entrenamiento, ponen el cronómetro a prueba y el ego a dieta. Simulan caídas en estructuras reales, accesos complicados, aristas que cortan más la paciencia que la cuerda y esa lluvia fina coruñesa que convierte cada paso en un examen extra. La consigna es simple: estabilizar, asegurar, evacuar. Lo difícil viene en la coreografía humana: ¿quién lidera?, ¿quién gestiona la radio?, ¿quién vigila los anclajes?, ¿quién controla los tiempos?, ¿quién identifica si el accidentado necesita inmovilización específica? Si algo deja claro el entrenamiento es que un buen rescate se cocina a fuego rápido, pero con receta probada. Y, por cierto, el café de máquina nunca se derrama si las manos trabajan con método.

¿Y por qué aquí? A Coruña aporta escenario y escuela. Entre el puerto, la industria, las torres de comunicación que asoman en los montes próximos y el corredor eólico gallego, el entorno ofrece casuística real que en otros sitios se enseña con diapositivas. El viento atlántico obliga a tomar decisiones sobre exposición y balanceo; las cubiertas mojadas enseñan humildad; las estructuras metálicas de los astilleros recuerdan que cada material “habla” y que no todas las superficies admiten el mismo tipo de anclaje. La Torre de Hércules vigila desde lejos, pero la que vigila de cerca es la checklist: nadie asciende sin haber revisado equipo, plan de anclajes, vía de evacuación y plan B, que en Galicia siempre incluye mirar el cielo un par de veces.

En el capítulo laboral, el valor es tangible. Empresas de mantenimiento eólico, contratas de telecomunicaciones, constructoras y equipos de emergencias buscan perfiles que sumen capacidad operativa, no solo diplomas en la pared. Las certificaciones reconocidas y el registro de horas prácticas pesan en el CV más que un párrafo bien redactado. Recursos Humanos sabe que un técnico que domina rescate en altura reduce riesgos, acorta tiempos de respuesta y protege la reputación de la empresa. En términos sencillos: menos incidentes, menos paradas, menos costes. Y en el sector público, esa formación se traduce en equipos de intervención más afinados que cierran un operativo sin improvisaciones peligrosas.

El material no es mero atrezo: arnés, anticaídas, cuerdas semiestáticas, descensores, conectores y camillas de rescate dejan de ser un catálogo para convertirse en extensiones del cuerpo. La tecnología asoma como aliada, pero nunca sustituye criterio. Drones para reconocimiento previo, apps de geolocalización de equipos, sensores de viento: útiles, sí, siempre que se integren en una cadena de decisiones que sigue empezando por una evaluación de riesgos con los pies (bien calzados) sobre el suelo. Un detalle que los buenos centros cuidan es la ratio instructor-alumno y la progresión de la dificultad: nadie aprende a gestionar un triángulo de rescate suspendido a veinte metros sin haber resuelto antes, con solvencia, un simple reenvío a baja altura.

Hay, además, una dimensión cultural que se entrena en paralelo. Saber decir “alto” cuando algo no cuadra, por ejemplo, no es falta de arrojo sino prueba de profesionalidad. El permiso para detener una maniobra, reevaluar y reanudar con garantías salva más vidas que cualquier proeza. La comunicación, breve y sin épica, evita confusiones: “carga asegurada”, “línea libre”, “descenso controlado”. Luego llega el debriefing, esa conversación post-ejercicio donde no se buscan culpables sino oportunidades de mejora. A veces se celebran con lluvia golpeando el ventanal y el rumor del mar; otras, con una broma sobre quién habló más por radio que un locutor en derbi gallego. El humor, bien usado, también reduce tensiones y fortalece equipos.

Contar la experiencia sobre el terreno permite entender cómo encajan tantas piezas. Una torre de medición meteorológica a las afueras, un técnico que simula un desvanecimiento, una línea de vida que obliga a pensar el rescate en diagonal y no en vertical pura. El equipo dibuja en el aire una geometría de cuerdas donde cada nudo tiene un porqué. La camilla asciende primero unos centímetros, pivota para evitar una arista, desciende con un reenvío suave y aterriza en un punto de evacuación donde espera una ambulancia ficticia que, sin embargo, exige la misma seriedad que una real. Nadie aplaude, porque el objetivo no es la ovación, sino comprobar que todo ha salido dentro de los tiempos y sin sobresaltos innecesarios.

Elegir dónde formarse exige más que comparar precios. Instalar anclajes certificados, disponer de una estructura de práctica con altura real, asegurar coberturas y homologaciones, y ofrecer escenarios adaptados a distintos sectores separa a los centros que enseñan de los que inspiran confianza. La posibilidad de repetir módulos, la actualización constante de contenidos y el vínculo con empresas del área metropolitana dan continuidad al aprendizaje. Muchos profesionales aprovechan bonificaciones de formación y cuadran agendas para no perder operatividad, porque lo que se aprende un día en el aula se aplica al siguiente en una cubierta con vistas al Atlántico.

En una ciudad acostumbrada a mirar al mar y a convivir con el viento, formarse para intervenir con solvencia a diez, veinte o cuarenta metros del suelo no es una excentricidad, es una evolución natural del oficio. Quien invierte horas de práctica y cabeza fría en dominar procedimientos gana algo más que un certificado: suma criterio, confianza serena y la capacidad de pararse justo antes del error, que en altura suele ser un segundo demasiado tarde. En un entorno donde cada detalle cuenta, esa diferencia pesa lo suficiente como para decidir, de manera consciente, cuál será el próximo paso.